La Cámara de diputados acaba de dar un voto unánime de aprobación a una adición constitucional que el que firma tuvo la honra de proponer en el primer período de sesiones. Es casi seguro que el Senado acogerá con solicitud la iniciativa de la Cámara popular y que antes de un año, obtenido el voto de la mayoría de las legislaturas, quede el principio de la instrucción obligatoria definitivamente incorporado en nuestro Código fundamental. El proyecto votado por los diputados dice así: 109 bis. Los Estados, Distrito Federal y territorio de la Baja California, establecerán la instrucción primaria, gratuita y obligatoria, para los niños de ambos sexos. En un artículo transitorio se dispone que los Estados y el Distrito organicen este precepto en el término de dos años, contados desde la promulgación de la Ley.* Vamos a examinar brevemente las tres fases de la cuestión. ¿La instrucción primera es obligatoria, es justa, es útil, es practicable?
Es Justa y es Útil
Las escuelas metafísicas han prestado inmensos servicios a la humanidad. Por enaltecer la importancia innegable del período teológico, la escuela de Comte ha tendido, por regla general, a deprimir el papel de la metafísica, injustamente por cierto. Hijos suyos, plantas alimentadas por una tierra abonada con las ruinas de los sistemas metafísicos, los métodos científicos no servían sin ese lento y laborioso trabajo de emancipación realizado por la filosofía. En puridad las épocas teológicas son la expresión secular del orden; las metafísicas, para seguir la división de Comte, significan progreso, así como la edad moderna puede sintetizarse en esta fórmula: conciliación del orden y el progreso.
Para limitarnos al objeto de este somero estudio, recordaremos la instrucción obligatoria arraigada al pie de los muros de los conventos de la Edad Media, que pronto la esterilizaron con su sombra; retoño vivaz en el protestantismo, que en realidad hizo de ella un dogma, y fue por fin formulada y establecida, como una institución social de primer orden, en la Alemania prusiana.
La filosofía de esta institución fue hecha por los corifeos de las sectas metafísicas, y Víctor Cousin fue el primero que pidió su consignación en las leyes de la Europa occidental. Los teoristas del derecho absoluto, del derecho fundado en leyes eternas, que tiene su raíz en un precepto divino o en la naturaleza racional, según la fraseología de la escuela, han tenido que resistir vigorosos ataques partidos de su mismo campo: ¿con qué autoridad puede la sociedad ponerse en lugar del derecho absoluto del padre? ¿por qué coartarle en una todas las libertades, la de la conciencia, la de la enseñanza, la de cultos? Voces elocuentísimas han respondido a estas objeciones, que en realidad no lo son; es verdad que para responderlas se ha renunciado al concepto de la libertad individual, sólo limitado por la libertad de otro, y se ha relativado más, permítasenos la expresión, ese concepto del derecho, marcando el derecho del Estado a señalar las condiciones con que la libertad debe ejercitarse.
Es cierto, dicen los enemigos de la instrucción obligatoria, que el padre tiene el deber de educar, pero no el de instruir, que es una cosa distinta. En lo primero se ha convenido siempre; lo segundo es una idea nueva; basta la educación para hacer buenos hombres, buenos padres, buenos ciudadanos; sin la instrucción, los ha habido y los habrá. Los filósofos han contestado: la instrucción forma parte de la educación; el niño tiene el derecho, correlativo al deber del padre, de ser educado; el Estado, encargado de facilitar la realización del derecho, puede obligar al padre, al tutor, a realizar el derecho del niño, y si el padre y el tutor se encuentran en la material imposibilidad de cumplir con este deber, debe el Estado, propagando las escuelas y poniéndolas al alcance de todos, tornar la imposibilidad en facilidad.
El economista inglés Genior ha formulado en cinco proposiciones los principios que dominan esta materia. Dicen así: 1°, el objeto de la sociedad es proteger el derecho de los individuos; 2°, los niños tienen el mismo derecho a la protección social que los adultos; 3°, la instrucción es tan necesaria al niño como la nutrición; 4°, los padres están igualmente obligados a alimentar que a instruir a sus hijos; 5°, la sociedad debe cuidar de que el niño reciba instrucción, con el mismo derecho con que cuida de que reciba nutrición.
Desde el punto en que se acepta y se confiesa el derecho del niño a la instrucción, el precepto de la instrucción obligatoria es de derecho natural; desde que se conviene en que es de derecho natural, los supuestos derechos del padre de familia tórnanse humo, porque no hay derecho contra derecho, dice Tiberghien. (La enseñanza obligatoria, trad. Giner, Madrid, 1874.)
He aquí en resumen la argumentación de las escuelas racionalistas; dado el concepto del derecho que informa a esa última fase de la metafísica, es realmente incontestable y felizmente la escuela científica conviene con ella en las conclusiones. Este punto es interesante, porque esos principios metafísicos son la base de nuestra organización constitucional, y no falta quien opine que la Constitución y la instrucción obligatoria son incompatibles. Lo dicho antes, lo hecho en algunos Estados que han aceptado solemnemente el principio e incrustándolo en sus respectivas constituciones, el voto unánime de la Cámara de diputados, han deshecho esa objeción.
¿Cuál es la utilidad del precepto? Examinar este punto, demostrar esta utilidad es fundar su justicia desde el punto de vista científico: trataremos de hacerlo en el siguiente artículo.
II
Si la educación es la ciencia del desarrollo metódico de nuestras facultades, la instrucción, agente principalísimo del desarrollo de las facultades mentales, forma, sin duda, parte integrante de la educación. El deber de los padres de proporcionar la educación a sus hijos tiene un fin social perfectamente perceptible, y es como la parte espiritual de sus funciones de conservadores de la especie humana. Educar es nutrir, y así como donde la acción individual no alcanza a cubrir los deberes de alimentación, la sociedad tiene necesidad de suplir y complementar esa acción, porque se trata de su conservación y de su vida misma, así cuando de educar se trata, la sociedad tiene la misión de fijar los preceptos, sancionarlos con penas y encargarse de cumplirlos cuando falta o no es bastante la acción individual.
No pudiendo la Escuela científica considerar al hombre social en abstracto, no pudiendo aislarlo para encontrar en él un residuo irreductible de derechos nativos, y una vez este residuo encontrado, ponerlo en movimiento por medio de fórmulas legales para después, como un mecanismo al que se da cuerda; colocarlo de nuevo en la sociedad para dejarlo funcionar; no reconociendo, en una palabra, derechos anteriores a la sociedad, no necesita colocarse en el terreno subjetivo de donde los metafísicos deducen sus lucubraciones. La cuestión se plantea, para ella, más acá del mundo de las abstracciones y la resuelve por medio de observaciones positivas y de inferencias prácticas. La instrucción debe ser obligatoria porque es el mejor medio de generalizarla; conviene generalizarla, porque así se hace al hombre crecer moral e intelectualmente, se le hace, más hombre; es preciso hacer crecer en una sociedad las fuerzas espirituales de los individuos, en proporción del esfuerzo que tienen que hacer para vivir y prosperar; en nuestro país este esfuerzo tiene que ser enorme, porque necesitamos no dejarnos absorber en la lucha por la vida, más caracterizada aquí que en parte alguna, gracias a nuestra situación geográfica; luego la instrucción es necesaria, luego es obligatoria. ¿Hay por ahí alguna fórmula, alguna abstracción cristalizada en ley, que se oponga a la satisfacción de esta necesidad? Pues debe suprimirse, llámese derecho natural o derecho positivo. Ese es nuestro criterio para juzgar en la materia. El derecho estriba en la necesidad; la justicia, en la utilidad.
No soy de los que creen candorosamente en la eficacia ilimitada de la instrucción para remediar los males sociales. El maestro por excelencia en asuntos sociológicos, H. Spencer, ha hecho palmario este sofisma. Dar a un hombre la instrucción ¿es hacerlo feliz? ¿Por qué? Tantos hay perfectamente instruidos y perfectamente desgraciados. Lo contrario es casi lo más cierto; una instrucción refinada, que multiplica en torno de un ser humano los problemas insolubles, es lo más propio para arrebatar esa tranquilidad inefable a que aspira el hombre contemplativo que tan rara vez brota abundante y puro de lo íntimo de nuestro ser, y cuando así brota, al primer contacto con la atmósfera de nuestra época, se enturbia, y se enturbia para siempre. No, la instrucción por sí misma no causa la felicidad individual, y como late multiplicada, es la felicidad social; la ineficacia de la instrucción, como agente de bienestar general, parece demostrada. A lo que agregan los enemigos de la instrucción obligatoria: hay una cosa peor que la ignorancia, la instrucción incompleta; y este es forzosamente el resultado, todo el resultado que los más ardientes partidarios de la instrucción obligatoria pueden jactarse de obtener: una instrucción incompletísima. Los datos estadísticos, dicen, nada prueban, porque están mal hechos, y valiéndose de una observación de Spencer añaden que, en una prisión, el número de criminales que saben leer es menor que el de los analfabetos, porque en esa proporción están en la sociedad, de donde se infiere que el nivel de la criminalidad no ha bajado en proporción del aumento de escuelas; la cultura intelectual poco o nada influye sobre la moralidad de un hombre, y no sólo es preciso fijarse en el número de los presidiarios que saben o no leer, para proporcionar a él la mayor o menor tendencia al crimen, sino también a algunas circunstancias de más gravedad de lo que a primera vista parecen: este criminal ¿cómo vivía ? ¿en qué condiciones higiénicas? ¿cuántas veces podía cambiar de camisa en un mes? ¿cuántas bañarse ?
Hay en todo ello mucho de verdad, pero no toda la verdad. Conviene, sin duda, no hacerse ilusiones y analizar fríamente el entusiasmo ardiente de nuestra época por todo cuanto atañe a la instrucción pública; pero pregunto: supuesta la lucha por la vida, ¿quién está mejor armado para ella, un hombre que sabe leer o uno que no sabe? Verdad es que las adquisiciones intelectuales no tienen la influencia que se les concede sobre la moralidad; si, sin embargo, las reglas prácticas de la vida fluyen de la experiencia acumulada de las generaciones, ¿quién está en mayor aptitud de proporcionarse el conocimiento de esta experiencia: quien puede conocerla en los libros o quien para ello está imposibilitado? Puede tener su importancia y la tiene indudablemente la cuestión de las camisas, lo mismo que la de los baños, en las tendencias de un hombre hacia el crimen; ¿pero quién puede conocer mejor el bien que produce mudarse de camisa: el que alcanza a leer esta observación en un libro de Spencer, o el que no la leerá? Además, no todo consiste en mudarse de camisa; hay una cuestión previa: la de tener modo de comprar varias camisas para cambiárselas. Pues bien, el que sepa leer y escribir y contar, mínimum de instrucción, tiene abiertos tres o cuatro caminos más que el analfabeto para trabajar o para hacer más productivo su trabajo, por el simple hecho de estar menos aislado, de tener un mejor instrumento de comunicación con los demás; y de aquí provienen las facilidades de comprar camisas.
Cierto, el objeto supremo de la moral es la felicidad; la moral utilitaria, lo mismo que la del deber; la ascética, lo mismo que la epicureísta, tienen ese fin: unos ponen la felicidad más allá de la tumba, otros más acá, pero todos se ocupan de felicidad; lo mismo el yoghi que se incrusta y se confunde con los filamentos de un árbol de las selvas de la India y deja que la anquilosis petrifique las articulaciones de su brazo tendido durante veinticinco años en dirección del Oriente, y bebe el agua que envían las nubes a la entreabierta cuenca de su boca, y digiere las alimañas que por ella se introducen a su estómago, y se regala con el canto de los ruiseñores anidados entre las guedejas larguísimas de su barba; lo mismo éste, decimos, que el que corre en pos de la satisfacción de sus deseos, en el revuelto torbellino de la sociedad actual. La felicidad es, con todo, un ideal. ¿Quién logra transmutar ese ideal en realidad? Nadie. El que lo ha creído así en una hora de goce, despierta más sediento, más triste que nunca. No: un libro no hace feliz a nadie.
Mas no es esa la cuestión, sino ésta: ¿qué debe hacer la sociedad para disminuir las condiciones de infelicidad de sus miembros? Desde que el protestantismo y la democracia han popularizado la escuela, han colocado a un grupo de hombres en una condición de superioridad sobre los otros; los han hecho comulgar con el pasado y con el presente, los han hecho participantes, cuando menos, de las migajas del banquete de la civilización. Los que no se pueden sentar a esta mesa eucarística, ¿no están en una condición de infelicidad? Sí, por cierto, y esta condición debe ser suprimida en cuanto sea posible. Pero hagamos este estudio más pedestre y tratemos el problema desde el punto de vista mexicano.
III
En México, lo mismo que en los otros pueblos civilizados, la instrucción obligatoria es una necesidad que se infiere de las leyes. Así, por ejemplo, el código civil, hoy generalizado en casi toda la República, equipara a la obligación de dar alimentos la de proporcionar a los menores la instrucción primaria. La ley electoral, mandando que el primer grado en la elección de los funcionarios federales se haga por escrito, impone indirectamente la obligación de escribir, al pueblo elector. Bastarían estas dos consideraciones para demostrar la necesidad de dar la forma de un precepto expreso a la instrucción primaria; es cuestión de armonizar la ley suprema con las leyes secundarias.
En realidad, sin la instrucción obligatoria, las instituciones democráticas están incompletas, porque el sufragio universal, según la feliz expresión de Stuart Mili, requiere la educación universal. Una democracia analfabética como la nuestra es una no-democracia, como la nuestra. Y no es que yo piense que la instrucción primaria basta para hacer ciudadanos prudentes, acertados y fuertes en sociología; lo mismo que he dicho en el artículo anterior, repito ahora; se trata de una mejoría relativa, se trata de suprimir una inferioridad bien pronunciada, no de hacer un milagro.
No, por cierto; los grandes temores de Macaulay respecto de los peligros que acarrearía a las futuras sociedades el gobierno absoluto de las democracias, no habrán de pasar, por el simple hecho de que el soberano sepa las cuatro reglas y escriba sin faltas de ortografía. A los siniestros vaticinios de Macaulay contestaba un joven orador americano en los siguientes términos: “Viviendo en medio de una sociedad en que la mayoría de los hombres estará perennemente aplastada bajo el peso de la aristocracia y de los capitalistas hereditarios, Macaulay no pudo comprender la situación totalmente distinta, creada por las instituciones democráticas. Gracias a Dios, gracias a nuestros progenitores que constituyeron esta República, gracias a los hombres que han realizado las promesas de la Declaración, no existen entre nosotros clasificaciones fijas e inmutables. Aquí la sociedad no está estratificada en capas horizontales como la costra de la tierra; más bien se asemeja al océano vasto, profundo, abierto, siempre en movimiento, y de tal suerte libre en cada una de sus partículas, que la gota de agua que ha resbalado sobre la arena del fondo sube en el acto, sube más y más hasta que, brillando a los destellos del sol, se mece en las más altas crestas de las olas. Tal es la imagen de nuestro medio social, plenamente impregnado de los benéficos resplandores de la libertad humana. Ni un solo hijo de América, por pobre, humilde y desamparado que se le suponga, con tal de que tenga un cerebro bien organizado y brazos vigorosos, está imposibilitado para recorrer los grados todos de la escala social y convertirse en el ornamento, la gloria, la columna del Estado.” El orador que hacía tan elocuentemente referencia a la bondad esencial de la democracia americana se llamaba James Abraham Garfield. ¿Quién tenía razón; él o el ilustre ensayista inglés? ¿Nosotros estamos aquí en el mismo caso que los americanos? ¿Por lo menos hacia ese camino? Graves cuestiones son estas que por el momento no dilucidaremos. Suponiendo este movible mar del infortunado Garfield, tan grandioso como inestable, considerando estas moléculas que de la arena suben hasta tornarse en fúlgidos diamantes en las espumosas crestas de las olas, preciso es convenir que para que la metáfora responda a una realidad, para que sea más ligera la molécula y pueda subir más alto, para que sea menos opaca y la luz penetre más allá, es preciso disminuir hasta donde sea posible la ignorancia, que es una cadena que le hará imposible subir muy alto y que es una sombra que le impedirá brillar mucho.
¿Pero cómo queréis poner al mismo nivel una nación protestante en donde la lectura es un mandamiento de la Iglesia, y una nación como la nuestra en donde tres siglos de monótona enseñanza del Padre Ripalda apenas han arrebatado algunos centenares de personas de la masa analfabeta? ¿Qué, está fundado en los principios sociológicos este sistema que consiste en hacer anteceder la ley a la costumbre? He aquí la respuesta: cuando una necesidad ingente se manifiesta al legislador, cuando la experiencia de otros países presenta una fórmula adecuada para satisfacer esa necesidad, cuando se trata de un país latino que necesita para moverse precisamente por el camino del progreso, de tener precisada en una regla la base de su conducta futura, no hay que vacilar, se precisa dar la ley; es preciso proceder a priori, en apariencia por lo menos; es preciso que de un grupo pequeño parta el precepto para el grupo mayor. ¿Esto quiere decir que la ley reemplace a la costumbre y no necesite de antecedentes? No. La ley no es más, en este caso, que la condensación de antecedentes vagos, oscuros y flotantes; su efecto habrá de ser lento, la ley no será un salto, las sociedades no progresan a saltos -que organismos naturales son, y ya Santo Tomás lo dijo: ni en la naturaleza ni en la gracia se va por saltos-; pero sí será el punto inicial de una serie de hechos que acabarán por hacer de la ley escrita una ley positiva, una ley que tenga las condiciones de tal. Esto sucederá en México. Diremos para terminar estos rápidos estudios cuál es, en nuestro sentir, la forma más adecuada a la realización de este suceso. **
* En 1883 no salía aún la reforma del Senado.
**La Libertad, México. 1° y 5 de noviembre, 1881.